viernes, 24 de octubre de 2008

Urgencia de adultez... Sergio Sinay

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“Hasta hace pocos años, la adolescencia era una fase en el desarrollo de las personas, luego se convirtió en una profesión; ahora es una nueva nacionalidad”. Corría 1971 cuando Donald Barr escribió estas palabras en su libro Who Pushed Humpty Dumpty?, una reflexión sobre el papel de los padres en la educación. Barr, quien murió en 2004 a los 82 años, fue un consagrado educador y escritor, decano de la prestigiosa Dalton School y de la Hackley School, ambas en el Estado de Nueva York. Cuando la entonces flamante cultura de la droga echó raíces en colegios y universidades estadounidenses, a mediados de los años 60 del siglo pasado, Barr se destacó por su posición y sus acciones rigurosas en contra de esa tendencia. Casi cuarenta años más tarde sus palabras parecen describir el estado actual de la sociedad argentina. Una sociedad adolescente, que lo es no porque se encamina hacia la adultez, y por lo tanto sólo se encuentra en una pasajera pubertad, sino que ha convertido a la adolescencia en su “nueva nacionalidad”, en un modo de ser y vivir. El especialista alemán en enfermedades psicosomáticas Rudiger Dahlke, autor, del célebre La enfermedad como camino, describe a la adolescencia (en Las etapas críticas de la vida) como una etapa de cambios incesantes, de desconocimiento y descontrol respecto del propio cuerpo, como un tramo guiado por apremios repentinos, en donde domina el impulso y no hay espacio, tiempo ni madurez para la reflexión o la comprensión de los hechos y circunstancias que se protagonizan. Es una fase en la que se desafía a lo existente bajo la creencia de que la historia empezó con uno, existe la tendencia a creerse inmortal y se asumen riesgos absurdos y extremos en el afán de afirmar la propia identidad ante los otros. Se cuestionan normas, se quiere todo de manera inmediata, cuesta aceptar los límites que imponen los mayores o la vida, los estados de ánimo son cambiantes, intempestivos, van de la euforia sin motivo a la más profunda e inexplicable tristeza, de la exaltación generada por cualquier motivo (una conquista amorosa, un triunfo deportivo, el consumo de alcohol, el estreno de unas zapatillas) al más negro de los humores. Y todo sin transición. Tan pronto el adolescente se siente el más bello de los ejemplares humanos, como sucumbe en la más baja autoestima ante la aparición de un grano. El futuro significa nada, una palabra extraña que preocupa a los adultos vaya a saber por qué. Todo es hoy. El gran especialista en terapia familiar Frank S. Pittman dice (en su trabajo Momentos decisivos) que los adolescentes “son poco capaces de actuar contrariamente a sus impulsos o talante, ni aún por su propia supervivencia y todavía menos en bien de su futuro”. Y agrega: “En la vida de una familia, no hay época alguna en la que se requiera mayor estabilidad que durante la adolescencia de uno de sus miembros, sin embargo el adolescente no ofrece ninguna estabilidad, sino que debe extraerla de su familia, no puede venirle de adentro ni de sus pares, tan inestables como él”. Ninguna de las características enumeradas hasta aquí es patológica en sí, se trata de una descripción fenomenológica. Participar de las generalidades de la adolescencia mientras se es adolescente resulta algo natural. El problema sobreviene cuando una masa crítica de adultos dentro de una sociedad se aferra a aquellos comportamientos y los hace parte habitual de su vida y de sus vínculos. Esto ya no es natural. Cuando los adultos se niegan a serlo, cuando pujan por estacionarse disfuncionalmente en una fase cronológicamente superada de su desarrollo evolutivo, no sólo desertan de su maduración y reniegan de las experiencias superadoras, sino que quedan al margen de todo aprendizaje y descartados de la sabiduría. Rozan la patología. En la sociedad argentina de hoy esa masa crítica existe y está compuesta por adultos de toda condición social, cultural y económica, que se desempeñan en diferentes ámbitos y funciones. La suma de sus comportamientos en su vida pública y privada convierte a la argentina en una sociedad adolescente, dicho esto en el más sombrío y preocupante sentido de la palabra. Una sociedad es adolescente cuando sus adultos matan y se matan en las rutas, conduciendo sin respetar normas, sin asumir responsabilidades, obsesionados por dar absurdas demostraciones de no se sabe qué habilidad o falso coraje. Una sociedad es adolescente cuando sus dirigentes (políticos, empresariales, sociales) actúan urgidos por sus intereses propios, desconociendo toda noción de pertenencia a un conjunto, así como un adolescente se prioriza por sobre su familia. Una sociedad es adolescente cuando la mayoría de sus miembros adultos desprecia los espacios públicos y comunes, los maltrata, los usa en beneficio propio, cuando ensucia, no cuida, invade, depreda creyendo que esos espacios se autoconservan o que “alguien” (un funcionario, un adulto, “cualquiera”) se hará cargo de limpiar, reponer, ordenar, pagar, como lo hacen papá, mamá, la mucama, el portero o el preceptor. Una sociedad es adolescente cuando la mayoría de sus miembros confunde sus deseos con derechos y considera que los mismos tienen que ser satisfechos en el acto, por encima de cualquier razón y antes que los de otros o a costa de estos. Y es aún más adolescente cuando dividida en “tribus urbanas” (o piquetes de todo tipo y color) depreda, interrumpe, impide, descalifica, ignora, perjudica en nombre de sus declamadas urgencias. Cuando esas urgencias se convierten en las únicas válidas, la falsa adolescencia es aún mayor. Y sus consecuencias se agravan cuando hay ausencia de adultos dispuestos a asumir su rol de tales marcando límites, orientaciones y normas. Una sociedad es adolescente cuando una masa crítica de sus componentes ignora las reglas, se burla de ellas, cree que las transgresiones (límites de velocidad violados, normas de convivencia incumplidas, leyes burladas, obligaciones impagas, deberes eludidos) son sólo travesuras, que son graciosas y que dan carné de vivo, de listo. Y se hace más adolescente aún cuando esa masa crítica se acostumbra a vivir sin sanciones, a esperar moratorias (que siempre llegan), a cuestionar todo límite. Una sociedad patentiza su adolescencia cuando la masa crítica jamás de hace cargo de las consecuencias de sus acciones personales y cuando, en lo personal y en lo colectivo, busca culpables afuera, cree que los “otros” la persiguen, que el mundo está en contra. El adolescente sostiene que el profesor tal o el preceptor cuál se la “tiene jurada” por qué sí, que el adulto cuál tiene “mala onda” o que cualquiera que le recuerda una obligación es un “amargo”. Una sociedad es adolescente cuando una proporción altamente significativa de sus miembros cree que no hay diversión sin alcohol (las fiestas que empiezan a la medianoche y se basan en ruido y bebida, sin interacción ni comunicación, están lejos de ser prioridad de los verdaderos adolescentes, cada vez más adultos ignoran cómo “divertirse” sin esos elementos). Y cuando esa misma proporción de sus habitantes no confía en sus propios recursos existenciales y necesita siempre algún tipo de dopaje (psicofármacos, autos cada vez más veloces, artilugios tecnológicos cada vez más sofisticados, variados rejuvenecimientos artificiales), del mismo modo en que los adolescentes necesitan afirmar su identidad a través de la ropa, las zapatillas, el mp3, el celular estrambótico, el piercing, etc. La pregunta, ante todo esto es: ¿una sociedad congelada en un estado de adolescencia perenne, disfuncional y tóxica por obra del comportamiento de la mayoría de sus adultos, puede guiar a los verdaderos adolescentes (a quienes lo son no por “nacionalidad” sino porque ese es el momento de sus vidas), hacia la construcción de una vida responsable, de una existencia preñada de sentido? ¿Puede exigirles a sus hijos que crezcan? La respuesta sólo puede provenir de los adultos que aún sobreviven en la sociedad argentina. Y de quienes despierten del ocio de una adolescencia disfuncional, ilusoria y tardía. Estén en la función que estén, hagan lo que hagan, tengan el cargo que tengan.


Sergio Sinay

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